Si hiciéramos las matemáticas del uso de nuestras horas en el día nos daríamos cuenta de que, de las casi dieciséis horas que pasamos despiertos, la mitad del tiempo lo tenemos enfocado por completo en responsabilidades laborales. Eso significa que el centro, el corazón de nuestro día está dedicado a nuestro trabajo.
Sabemos muy bien que necesitamos ser intencionales en cuidar nuestro corazón porque de él fluye nuestra relación con Dios, pero qué fácil nos resulta dejarlo de lado cuando estamos trabajando.
Hay un concepto que suelo usar cuando la vida entra en modo activo debido a los muchos quehaceres que nos producen satisfacción, lo llamo «subirse a la ola».
Imagínate cómo se siente un surfista que logra mantener el equilibrio encima de la ola mientras es llevado por la corriente del mar. Cuando entramos en «modo activo» en el trabajo (y ojo que esto no es algo negativo), estamos muy dispuestos a ser llevados por la fuerza de una corriente externa que nos impulsa y nos hacer sentir muy capaces y motivados para lograr lo que tenemos por delante.
Por favor, no me malentiendas, no tiene nada de malo estar encima de la ola. El problema está en que no sabemos identificar sus peligros y nos subamos sin ponernos un cinturón de seguridad que nos proteja de nosotros mismos. Lo que va a suceder es que «nos vamos a dejar llevar» por la corriente sin mayor dirección o sin la capacidad de detenernos. La adrenalina de los logros y las reuniones geniales va a traducirse en un loop que le pide a nuestro cerebro más y más de esa misma sensación de satisfacción.
¿Te ha pasado eso? No eres el único.
El mayor riesgo que he encontrado cuando me encuentro en ese loop es que me desconecto. Me doy cuenta de que no sólo ocurre una desconexión conmigo misma y con los demás, sino por sobre todo, me desconecto de Dios.
Aunque estar encima de la ola es demasiado espectacular, el riesgo es que se convierta en mi único sustento vital, porque con extrema facilidad me olvido de la verdad que me dice que la satisfacción de mi corazón se encuentra sólo en Dios.
Toda desconexión relacional es dañina, pero desconectarme de Dios es el mayor peligro para mi vida. No solo espiritual, sino que termina afectándome en todas las áreas. Tarde o temprano empezamos a oler más a nosotros mismos y menos a Cristo.
Ser consciente de lo positivo y negativo que involucra el trabajo me ayuda a prepararme mejor para llevar a cabo la tarea que se producirá entre espinas y cardos (Génesis 3:18).
El trabajo no solo es difícil porque lo hacemos entre pecadores y porque sacar el fruto de la tierra no es una tarea carente de dificultades, sino porque principalmente representa un desafío que afecta indefectiblemente nuestra relación con Dios, con los demás y con nosotros mismos.
Míralo así, las ocho horas centrales de tu día pueden ser un instrumento para conectarte más con Dios o para desconectarte más de Él. La pregunta es: ¿cuál sería el resultado si te pidiera que midieras el efecto de tu trabajo en tu corazón?
Aunque esta no es una solución escrita en piedra, creo que podría servirte para que la producción buena y necesaria entre espinas y cardos te encuentre mejor preparado, concientizado y recordando que la meta principal de tu vida no es producir, sino amar mejor y más profundamente al Dios que te ha salvado.
Primero, empieza tu día con Dios
Parece demasiado obvio, pero míralo de esta manera: vienen ocho horas continuas de distracciones constantes que van a requerir de tu atención una y otra vez. Más te vale entrar a ese loop bien conectado y con el corazón enamorado de Dios.
¿Por qué? Porque te será mucho más fácil conectarte encima de la ola con quien ya venías conectado, valorarás muchísimo más bajarte de esa ola y no dejarás que te arrastre solo por disfrutar de la dopamina que te genera.
Segundo, establece tiempos de descansos mentales
Los tiempos de pausa son necesarios a lo largo de tus ocho horas laborales. ¿Ocho horas sin parar? Eso me suena a cansancio mental o a un atropello al cuerpo y al alma desorientada con un millón y medio de pendientes.
Así que, detente. Anticipa tus descansos y cada cierto tiempo haz una pausa. Establecer alarmas es una buena iniciativa.
Tómate un descanso para darle aire a tu mente. Puede ser ir a otro lugar diferente a la oficina para sentarte sin hacer nada. Puede ser una caminata corta. Cualquier actividad corta que hagas a solas y le dé un descanso a tu mente.
Haz un alto y obsérvate. ¿Dónde estás? ¿Cómo estás? ¿Puedes intencionalmente conversar con Dios? ¿Qué te dice Él en medio de esta pausa?
Estos son dos consejos prácticos marcan una diferencia en nuestro día. Es como reiniciarnos para recordar dónde es que nuestra alma necesita estar anclada, no donde creemos, sino en el único lugar que realmente sacia nuestra sed y aviva nuestra alma.